NO HAY OBSTÁCULO CUANDO EXISTE DISCAPACIDAD
Enviado por Antonio • 7 de Abril de 2018 • 12.752 Palabras (52 Páginas) • 329 Visitas
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Para marcharnos había que esperar que el año escolar terminara. La mudanza implicaba para nosotros, los niños de la familia, abandonar a nuestros amigos, amigas, las actividades musicales y deportivas que desarrollábamos en la Casa de la Juventud de Caricuao y en el Velódromo “Teo Capriles”, de la Parroquia Vega; en fin, era comenzar de nuevo. Así quedó atrás aquella Caracas de mi niñez.
En cuanto llegamos a Valencia, inmediatamente empecé a estudiar el cuarto año de bachillerato en el Liceo Fermín Toro. Tuve que adaptarme a las grandes diferencias que existían entre el liceo anterior y el actual; pero más allá de eso, todo era nuevo para mí. Ver pasar los carros frente a mi casa era algo sorprendente, nuevos vecinos, nuevas situaciones. Aprendí a secuestrar autobuses junto a mis compañeros y compañeras de clase, porque el liceo estaba ubicado en una zona alejada de la ciudad llamada “La Manguita” y hacia allá el transporte público era casi nulo. También tuve que acostumbrarme a estar en un aula de clases con la incertidumbre que generaban los disturbios que ocurrían casi a diario en aquél complejo educacional. Comenzaba la década de los ‘80. (Estábamos viviendo en el cenit de IV República, del Pacto de Punto Fijo y gobernaba el país Luis Herrera Campins de partido Social Cristiano COPEI). Las protestas no se hacían esperar. La quema de autobuses, los heridos y en una ocasión, un compañero de clases y gran amigo, mi querido y siempre recordado Nelson Román, resultó muerto a manos de efectivos policiales de la época, quienes constantemente entraban a las instalaciones de los planteles educativos y peinilla en mano arremetían contra la clase estudiantil empuñando sus armas de fuego para intimidarnos.
Eran días difíciles, vivíamos en una constante zozobra, y esa situación me llevó a buscar otras actividades que simultáneamente con el liceo me permitieran retomar mis clases de música y aprender nuevas cosas. Fue así como llegué a la Brigada de Bomberitos de Valencia, alguien me la mencionó, me habló de sus actividades y con un gran deseo de formar parte de aquella reconocida banda entre a sus filas y me apasioné por ella. Al frente estaba un gran hombre, Luis Felipe Ruiz, un ser extraordinario del cual aprendí cosas tan esenciales como que de nada servía saber mucho si no lo compartíamos con otros para contribuir a que mejoraran su calidad de vida, esa fue su obra, una permanente entrega a la gente, a sus brigadistas, a su Cuerpo de Bomberos.
Mis días transcurrían entre el liceo, la brigada y la casa. Recuerdo que siempre escondí un gran complejo, tenía y sigo teniendo el rostro muy pecoso y eso me producía una gran inseguridad cuando era adolescente. No sé cuantos remedios caseros y cremas usé para borrarlas. Todo lo que me decían que era bueno para eso corría a ponérmelo; pero nada, seguían intactas. Creo que esa fue una de las razones secretas por las cuales me afané tanto en aprender música, necesitaba que los demás ignoraran mis pecas y eso me empujaba a realizar cosas con la idea de que ellas pasaran a un último plano.
Cantaba, formaba parte de la estudiantina, jugaba en el equipo de voleibol del liceo, siempre estaba participando en la organización de actividades, también tomaba clases diarias de aeróbicos para mantenerme en forma, en fin, siempre estuve afanada, metida en todo, pero en el fondo lo que quería era ser brillante para que nadie viera mis pecas. ¡Qué tonta!, me angustiaba por algo tan simple como eso. Mis pecas me avergonzaban tanto que cuando un muchacho se me acercaba mi primer pensamiento era: “viene a burlarse de mí”. Mis pecas, cuánto sufrí por ellas. Con los años aprendí que cuando estamos jóvenes no sabemos apreciar lo maravilloso que es poder hacer las cosas más cotidianas, como caminar, correr, subir una montaña, nadar en un río, ir y venir de cara al viento… tantas cosas a las que por comunes no le damos su justo valor; sólo cuando ya nunca más las podemos volver a hacer comenzamos a entender cuanto las disfrutábamos.
Culminado el bachillerato, la Brigada de Bomberitos se convirtió en mi única actividad, en tanto esperaba para ingresar a estudiar Ciencias Administrativas y Gerenciales, la carrera de la cual me había enamorado. Casi de inmediato me inscribí en un tecnológico y me dispuse a esperar el inicio de clases. Durante la espera decidí que lo mejor que podía hacer era dedicarle todo mi tiempo a la brigada. Allí recibía y daba clases, pertenecía a la Banda Marcial de Guerra, tocaba distintos instrumentos musicales, me había convertido en parte importante de esa gran familia.
Luis Felipe Ruiz, se había convertido prácticamente en mi tutor y nada se hacía sin que yo participara. Desfiles, prácticas, cursos; en fin, nunca había tiempo libre, pero tenía que irme haciendo a la idea de que muy pronto tendría que dejar todo aquello para dedicarme a mi carrera universitaria y eso hacía que me debatiera entre la tristeza y la ilusión de una nueva etapa; mis padres orgullosos de mí, no se imaginaban el vuelco drástico que daría mi vida en tan pocos días.
CAPITULO II:
AQUEL ACCIDENTE FATAL: EL SUEÑO DE NICOLAS
18 de marzo de 1.984. Qué dolor me produce recordarlo. Niños, jóvenes y algunos adultos, llegamos aquella mañana al galpón que durante años fue casi el centro de nuestra vida y sueños. Como de costumbre, nos llamaron a formación en el patio para tomar la asistencia y revisar el uniforme. La emoción era evidente como sucedía cada vez que íbamos a presentarnos en algún evento.
Una vez terminada la revisión pasamos nuevamente al galpón, donde esperaban algunos representantes para embarcar a sus hijos en el autobús y luego poder marcharse a su casa, como era costumbre. De pronto llego Nicolás, uno de los niños que integraba la banda, y al cual me unía un profundo sentimiento de ternura, siempre lo vi como un ángel y hoy después de tanto tiempo creo que eso fue en la vida de quienes lo conocimos. Llegó al sitio en compañía de su mamá, quien era una de nuestras instructoras de música.
Desde que llegó se le notaba nervioso y a los pocos minutos Nicolás nos hizo saber la razón. La noche anterior había sufrido una terrible pesadilla, en ella veía un autobús repleto de gente rodando aparatosamente por un precipicio, luego escuchaba lamentos que se repetían constantemente. Todos escucharon aquél relato pero era tanto el deseo de irnos que no le dimos importancia; por el contrario, recuerdo a los superiores pidiéndole que guardara silencio y a uno que otro representante llamándole la atención porque “esas cosas no se dicen”, según ellos.
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