“Un amor de años”
Enviado por Antonio • 2 de Abril de 2018 • 17.463 Palabras (70 Páginas) • 371 Visitas
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Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
La mujer que llegaba a las seis
(1950)
La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José.
Acababan de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.
—Hola reina —dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada.
Siempre que entraba alguien al restaurante José hacia lo mismo. Hasta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.
— ¿Qué quieres hoy? —dijo.
—Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero —dijo la mujer.
Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender.
—No me había dado cuenta —dijo José.
—Todavía no te has dado cuenta de nada —dijo la mujer.
El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con las cerillas. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre. José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa en los labios.
—Estás hermosa hoy, reina —dijo José.
—Dejate de tonterías —dijo la mujer—. No creas que eso me va a servir para pagarte.
—No quise decir eso, reina —dijo José—. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.
La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos, todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.
—Te voy a preparar un buen bistec —dijo José.
—Todavía no tengo plata —dijo la mujer.
—Hace tres mesas que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno —dijo José.
—Hoy es distinto —dijo la mujer, sobriamente, todavía mirando hacia la calle.
—Todos los días son iguales —dijo José—. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entrás y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.
—Y es verdad —dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba del otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres, segundos.
Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. «Es verdad, José, hoy es distinto», dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.
El hombre miró el reloj.
—Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto —dijo.
—No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis —dijo la mujer—. Vine un cuarto para las seis.
—Acaban de dar las seis, reina —dijo José—. Cuando tú entraste acababan de darlas.
—Tengo un cuarto de hora de estar aquí —dijo la mujer.
José se dirigió hacia donde ella estaba.
Acercó a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.
—Soplame aquí —dijo.
La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.
—Dejate de tonterías, José. Tú sabés que hace más de seis meses que no bebo.
—Eso se lo vas a decir a otro —dijo—. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.
—Me tomé dos tragos con un amigo —dijo la mujer.
—Ah; entonces ahora me explico —dijo José.
—Nada tienes que explicarte —dijo la mujer—. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
El hombre se encogió de hombros.
—Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.
—Sí importan, José —dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono. Dijo: “Y no es que yo lo quiera, es que hace un cuarto de hora que estoy aquí”. Volvió a mirar el reloj y rectificó: “Qué digo; ya tengo veinte minutos.”
—Está bien, reina —dijo el hombre—. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.
Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.
—Quiero verte contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.
— ¿Tú sabés que te quiero mucho? —dijo.
La mujer lo miró con frialdad.
— ¿Siiiii...? ¡Qué descubrimiento, José! ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?
—No
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