Essays.club - Ensayos gratis, notas de cursos, notas de libros, tareas, monografías y trabajos de investigación
Buscar

Epígono de Pierre Menard

Enviado por   •  10 de Septiembre de 2018  •  3.976 Palabras (16 Páginas)  •  209 Visitas

Página 1 de 16

...

—Supongo —contestó Eco y se encogió de hombros. —Pero sigue, sigue.

De algo me han de haber servido mis cursos de latín, espero. El caso es que volví a la biblioteca y abrí sigilosamente el libro de Pacheco. Invertí cerca de una hora y no pude encontrar nada intrigante entre sus páginas, salvo algunas anotaciones con una letra que no era de Juliette. Casi al cerrarlo, vislumbré lo que parecía una dedicatoria en la primera página. Acerqué el libro a la lámpara del escritorio y leí: “Para una pareja atemporal, Juliette y Armand, Coyoacán, 11 de febrero de no me pregunten qué año”.

Me molestó… no, más bien me reencabronó la intimidad cronológica de la dedicatoria.

—Reencabroqué? —interrumpió Eco.

—Es algo así como enojarse a la máxima potencia, don Umberto. ¿Puedo llamarlo así?

—Dime Umberto y déjate de cosas.

—No, no, maestro, no puedo tutearlo. Bueno, sólo porque tú insistes. El caso es, Umberto, que me sentí fuera, alienado para siempre de una historia literaria que nunca sería mía. Pacheco ya no era ese poeta universal mexicano, no. Ahora se convertía en esbirro de esa relación amorosa que me separaba de Juliette.

Un mes después tuve un momento de anagnórisis. Pacheco había sido invitado a la Universidad de Texas en Austin, donde trabajamos, para ofrecer una conferencia sobre poesía. Después del acto, se tomó unos minutos para firmar libros. Yo no acostumbraba mendigar dedicatorias de autores célebres porque experimento una sensación de reverencialidad, y a mí la mera verdad sólo me merecen reverencias Scheherezade, Don Quijote y Guillermo de Baskerville.

—Gracias por lo que me toca.

—Me acerqué a José Emilio (también me permitió tutearlo poco después) y le pedí que me firmara su libro. Como contigo, le dicté la dedicatoria. Debo decirte que José Emilio sí tiene una memoria prodigiosa, porque de inmediato reconoció esas líneas salvo la pequeña corrección: “Para una pareja atemporal, Juliette y Álvaro, Coyoacán, 11 de febrero de no me pregunten qué año”.

Creyó que se trataba de una broma, pero yo le dije que más bien era asunto de historia o muerte. Y le conté lo que ahora te cuento a ti, Umberto. Como José Emilio, espero que entiendas que no estoy buscando satisfacer algún capricho adolescente. Tampoco se trata de una aberración fetichista. Tendrás que reconocer, como lo hice yo la segunda vez que corregí una dedicatoria, que mi empresa tiene algo de poética. Quería reescribir la historia amorosa de mi Juliette a través de los documentos que su devenir fue dejando. Historia y archivo. Tanto hemos avanzado en su análisis que mi teoría no debe sorprenderte. Si el uso del archivo historiográfico puede aportarnos ciertas claves de lo que pudo haber sido, ¿por qué no reescribir el documento para alterar la historia de modo que suene a lo que nos hubiera gustado que pasara? La historia no es de quien la escribe, Umberto. Nos han engañado. La historia es de quien tiene los güevos suficientes para cambiarla a discreción. Y no hablo de los huevos con hache, sino de los güevos con “g” y “ü” con diéresis, a la mexicana. Así la palabra es más enfática y sabrosa. Cuestión de estilo, que no de falta de rigor.

Volviendo al cuento, te digo que José Emilio comprendió bien la naturaleza de mi misión. Aplaudió la valiente iniciativa de tomar al toro por los cuernos, o mejor dicho, a la historia por los archivos. Nos abrazamos después de media hora de conversación y regresé a casa. Triunfal, reinserté el libro en su lugar, sabiendo que en el futuro nadie tendría el incómodo atrevimiento de preguntar: “¿oye… y quién es Armand?” Nadie. Porque su nombre no sólo había sido eliminado del documento. Había sido reemplazado. Como se reemplazan presidentes, neumáticos y calzones. Hay documentos cuya censura sólo aumenta el interés por averiguar lo que pasó. En mi caso, no hay tal censura. Hay la extirpación total de ese fragmento histórico que consiste en una sencilla sustitución. Algo así como lo que hicieron los españoles con los templos indígenas: edificar iglesias encima para sepultar una historia con otra. La diferencia crucial de mi sistema es que no hay templo que desenterrar, porque ni aún levantando la tinta de la nueva dedicatoria podría encontrarse la anterior. La primera ya sólo existe en la frágil memoria de Juliette y Armand, asunto que no me interesa en lo absoluto, dada la falible condición de nuestras neuronas. Nada que el alzheimer no pueda arreglar.

Podrás anticipar, como lo hice yo en ese momento, que recurrir al método del doctor Francia en Yo el supremo implicaría una meticulosa revisión de la biblioteca en cuestión. Ausculté uno por uno los libros de Juliette. Fue como me lo temía y como tú te imaginas: había más historia por corregir. Encontré Días de guardar de Carlos Monsiváis. El buen Monsi escribió una simpática dedicatoria: “Para Juliette y Armand, un saludo doble de Carlos y Monsiváis, México, julio de 1988”. El guiño me irritó por su deliberada alcahuetería, como si dijese entre líneas: “Hacen linda pareja, tan balanceada como mi propio nombre”. Después hallé Doña Flor y sus dos maridos de Jorge Amado. Aquello rayaba en el descaro: “Para Juliette y Armand, esperando convertirme en el otro marido, Bahía, verano de 1987 ”. Siempre lo supe: los brasileños si bien no inventaron el ménage à trois, al menos lo perfeccionaron.

Seguí buscando por varios días. Junté toda la infame relación de la historia literaria de Juliette y Armand. Era un total de nueve textos firmados, nueve dedicatorias acusadoras, incluyendo la tuya, Umberto.

—Creo que comienzo a recordar cuando les firmé el libro aquella ocasión…

—¡No! ¡No me cuentes nada! No tiene ningún sentido alargar la agonía de aquella historia. Olvidas que hoy mismo voy a desaparecer ese encuentro. Será mejor que vayas también modificando tus recuerdos. ¿A quién le creerán más, Umberto? ¿A tu memoria rebosante de fans pidiéndote un autógrafo? ¿O a tu propia firma, tus palabras, asegurando que fue a mí, y no al imbécil de Armand —perdona que me exalte— a quien en compañía de Juliette dedicaste tu novela alguna tarde fría en Nueva York?

Eco pidió vino para calmarme los ánimos. Nada mejor que el Chianti para suavizar la garganta y los impulsos, dijo. Me dio un par de palmaditas en la espalda y me convidó a seguir el relato.

—Reuní

...

Descargar como  txt (24.4 Kb)   pdf (73.5 Kb)   docx (25.2 Kb)  
Leer 15 páginas más »
Disponible sólo en Essays.club