KILÓMETRO TRECE.
Enviado por karlo • 7 de Diciembre de 2017 • 39.257 Palabras (158 Páginas) • 355 Visitas
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Para la buena o mala fortuna de Max que estaba por marcharse, en el momento de aquella inesperada irrupción estaba a pocos metros de la mesa que les asignó el mesero y hasta ese instante tomaba su bebida con desinterés en aquel ambiente ensopado de sudor e impregnado de olores mezclados de cigarros medio consumidos, alcoholes baratos y perfumes tibios con aroma a sexo desesperado. Con estudiada parsimonia y disimulado interés llevó su bebida a sus labios, lo que le permitió echar un largo vistazo a la dama de rojo, recorrerla desde las zapatillas rojas con puntas en 12cm, hasta la cabellera negra, ondulada y mortalmente larga a media espalda o por debajo del pecho, según se la acomodara. Se dio el lujo de paladear el vodka en su boca repasando varias veces la curva de sus caderas y el estrecho por encima de su cintura. Era bella en una forma salvaje y felina, más que mirarla, la olía, toda ella emanaba un aroma a sexo ancestral y amazónico, su rostro había dejado atrás la inocencia, pero aún no había huellas del paso inexorable del tiempo. Su boca era una discreta rendija al infierno, pintada de un rojo más que intenso, sugerente. Era imponente con ancas de yegua y altura de amazona, esculpida con mucha piedra, aunque todo bien cincelado en su lugar. Sus pechos eran una cobija capaz de arropar a cualquier vagabundo y volverlo el hombre más feliz sobre la tierra. Max dio una larga chupada a su cigarrillo antes de desviar la mirada, como para desquitarse con el tabaco por el dolor de quitarla de sus ojos y dirigir la mirada hacia cualquier otro lado.
Algunos minutos antes meditaba en marcharse, pensando que no había nada que lo retuviera en Ruben’s, incluso la mujer de rojo estaba bien franqueada y ni para él era buena idea intentar algo con ella. Sin embargo, reparó en lo extraño del grupo de entes que la acompañaban, eran dos mujeres y tres hombres, con ella se formaban 3 parejas disimiles, sin ese aire cotidiano que tienen las parejas que mantienen una relación amorosa normal. Ninguno de los varones era feo, ni demasiado atractivo; era el conjunto lo que los hacía llamativos para el sexo opuesto. Vestían ropa formal, de buen gusto y cara, tenían modales educados, eran atentos y sabían reír o escuchar en los momentos precisos. Las mujeres estaban vestidas y maquilladas como se visten las mujeres que salen de casa pensando que esa noche se las van a coger. Es decir, se veían impecablemente seguras de sí mismas e ingrávidamente sensuales. Se movían de manera provocativa, aunque con clase y naturalidad, como lo hace la mujer que está acostumbrada al poder, a la riqueza o la belleza. Quizá fue esa proyección sobre sí mismo lo que llamó la atención de la mantis religiosa hacia el hombre de la mesa de lado. Max vestía un pantalón negro de sastre, una camisa italiana color blanco y un saco que le caía perfecto de los hombros a la cadera. Su cara estaba afeitada en las áreas que no ocupaban su barba de candado y ésta, estaba bien cuidada y recortada, con algunas de sus canas asomando en el bigote y la barbilla, como recordatorio al mundo de sus andares por la vida. Tenía unos ojos terriblemente solitarios, con una pincelada de ternura en el iris que desarmaba en las distancias muy cortas. Max era de esos hombres que buscan la mirada de una mujer sin miedo, pero sin insistencia, que sabe mirar de reojo y esperar el momento para mover la vista en el segundo preciso para cruzarla con la presa sin que se preste a la percepción de estarla buscando. Así sucedió con aquel primer cruce de espadas, Max la esperaba sin verla de frente, aunque nada le había preparado hasta entonces para ese vistazo al abismo en su mirada. Duró segundos, él sonrió con el brillo descarado del coqueteo en sus ojos y ella le respondió desviando indiferente la mirada, como diciendo:
“No te he visto y si lo hice no estoy ni remotamente interesada en ti, mírame si quieres, pero ya tengo acompañante y no eres tú”.
Sólo para volver de nuevo la vista hacia su mesa al cabo de unos instantes, cuando el tiempo transcurrido podía juzgarse de prudente y que, apuesta de por medio, él debería estar mirando hacia otro lado, como perro apaleado.
Para su sorpresa y la de sus demonios del sexo, efectivamente no la miraba directamente, pero estaba al pendiente en la periferia de los movimientos de su cara y la atrapó estudiándolo descarada y lascivamente. Esta vez no tuvo más remedio que sostenerle la mirada, se enfrentaron en una esgrima visual en la que perdería el que desviara la vista primero, aquel que sintiera miedo a que se le asomara el alma por las pupilas. Terminaron en empate, un mesero se atravesó, rompiendo el contacto visual para informarles que esa sería la última ronda de bebidas, pues estaban por cerrar.
Con una señal de mano, Max pidió la cuenta a lo lejos al mesero, mientras la traían se levantó para ir al cuarto de caballeros. En el camino pasó por la barra y una idea se le reveló al mirar a Ricky sirviendo una cerveza en un tarro grande y helado a un hombre de nariz roja y un saco azul que tenía más arrugas que un pergamino egipcio. Con una sonrisa en la cara se recargó en la barra y esperó que Ricky lo identificara y se acercara a saludarlo, uno de los privilegios de ser regular.
— Buenas noches, Lobo — le dijo Ricky, aludiendo a su fama de cazador.
— Hola Ricky, veo que casi llega la hora de despertar. Respondió Max.
— Mi mujer aguarda por mí en la agencia, le gusta regresar a casa colgada de mi brazo dijo el cantinero atusándose la boina.
— ¿Quién dice que ha muerto el romance, eh?— bromeó Max. Tras una pausa calculada, prosiguió—…Oye Ricky, ¿qué sabes de la dama de rojo? — le soltó sin más.
— De ella sé lo mismo que tú, que más de uno mataría por meterse bajo ese vestido —dijo Ricky —. Sólo reconozco a uno de los tipos que la acompañan, si aprecias mi consejo, olvida que los has visto. El más alto de ellos, ése que tiene un mentón de toro y hombros de travesaño de barco, le rompió el culo a la texana, una de las chicas regulares. Según supe después, la levantó de aquí hace unos meses, la llevó a un motel, al parecer todo pintaba para un sexo casual, normalito y bien pagado, hasta que unas cuerdas aparecieron en sus manos. Cuentan las chicas que la tuvieron que llevar a la clínica del Dr. Stevens, que su acompañante de cama la tuvo amarrada varias horas y se le metió por todos los lados posibles, además de otras bestialidades. La texana es fina como espiga o un carrizo en primavera, delgada y de nalgas angostas, dicen que aullaba como animal herido y estuvo un mes sin
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