Relato testimonial: Capítulo I
Enviado por Mikki • 10 de Enero de 2019 • 2.979 Palabras (12 Páginas) • 325 Visitas
...
El 24 de marzo de 170, Thouret propone una nueva organización del poder judicial. Por entonces, los oficios de juez se vendían (por parte del Rey) o se transmitían por herencia; había una confusión entre dos tipos de poder: el que administraba la justicia y el que hacía la ley misma; conflictos entre las diferentes justicias: las de los señores, las del rey, las funciones de la justicia, etc. A causa de su misma plétora, se neutralizan y son incapaces de cubrir el cuerpo social en toda su extensión.
La crítica del reformador es de una mala economía del poder: la parálisis de la justicia se debe menos a un debilitamiento que a una distribución mal ordenada del poder, a su concentración en cierto número de puntos, a los conflictos y a las discontinuidades resultantes. Esto nos remite a un exceso-central o “sobrepoder” monárquico: hace del rey la fons justitiae. El verdadero objetivo de la reforma es asegurar una mejor distribución de este poder.
Junto a esta reorganización del poder se plantea la reformación del ejercicio del mismo: no castigar menos, sino castigar mejor; castigar con una severidad atenuada, pero para castigar con más universalidad y necesidad. La reforma no es la de una nueva sensibilidad, sino la de otra política respecto a los ilegalismos (no aplicación de reglas) que, tolerados bajo el Antiguo Régimen, facilitaban la supervivencia de las clases más bajas. Las capas desfavorecidas de la población carecían, en principio, de privilegios, pero beneficiaban, en los márgenes de lo que les estaba impuesto por las leyes y las costumbres, de un espacio de tolerancia conquistado por la fuerza o la obstinación, y este espacio era para ellas una condición tan indispensable de existencia que a menudo estaban dispuestos a sublevarse para defenderlo.
El juego recíproco de los ilegalismos formaba parte de la vida política y económica de la sociedad. Estas transformaciones las había necesitado la burguesía, y sobre ellas había fundado una parte de su crecimiento económico. En la segunda mitad del siglo XVIII, el proceso tiende a invertirse y los campesinos, granjeros y artesanos resultan ser su víctima principal.
Crisis del ilegalismo popular: la burguesía había aceptado el ilegalismo de los derechos, pero lo soportaba mal cuando se trataba de lo que ellos consideraban como sus derechos de propiedad. La propiedad territorial se ha convertido en una propiedad absoluta: todas las tolerancias que el campesinado había conseguido o conservado (derecho de pasto en común, aprovechamiento de leña, etc.) son ahora negadas y perseguidas por los nuevos propietarios. Esto provoca una serie de reacciones en cadena, cada vez más ilegales y criminales: rotura de cercados, robo o matanza de ganado, incendios, asesinatos, etc. Y si este ilegalismo lo soporta mal la burguesía en la propiedad territorial, se vuelve intolerable en la propiedad comercial e industrial.
El robo de los productos importados de América y el saqueo permanente tienen tres antecedentes o consideraciones centrales:
- Complicidad activa de los empleados
- Organización de comercio ilícito: talleres o muelles ➔ encubridores ➔ revendedores y buhoneros que esparcen el producto de los robos
- Fabricación de moneda falsa
Es preciso que las infracciones estén bien definidas y seguramente castigadas. Todas las prácticas populares se han volcado a la fuerza sobre el ilegalismo de los bienes; el robo tiende a convertirse en la primera de las grandes escapatorias a la legalidad. La economía de los ilegalismos se ha reestructurado con el desarrollo de la sociedad capitalista, y el ilegalismo más accesible a las clases populares habrá de ser el de los bienes. La burguesía se reservará, por otra parte, el ilegalismo de los derechos (la posibilidad de eludir sus propios reglamentos y leyes).
Se afirma la necesidad de definir una estrategia y unas técnicas de castigo en las que una economía de la continuidad y de la permanencia remplace la del derroche y del exceso. La reforma penal nace de la conjunción entre la lucha contra el sobrepoder del soberado y la lucha contra el infrapoder de los ilegalismos.
Le Trosne en 1764 publica una memoria sobre la vagancia, a la que llama “semillero de ladrones y asesinos”. Contra ellos pide las penas más severas: pide que esos seres inútiles y peligrosos “sean incorporados al Estado y le pertenezcan como unos esclavos a sus amos”. En 1777, pide que los acusados sean considerados inocentes hasta su eventual condena, que el juez sea un árbitro justo entre ellos y la sociedad, que las leyes sean “fijas, constantes y determinadas de la manera más precisa, con tal que los magistrados no sean más que el órgano de la ley”.
La lucha por la delimitación del poder de castigar se articula directamente sobre la exigencia de someter el ilegalismo popular a un control más estricto y más constante. Hay que concebir un sistema penal como un aparado para administrar diferencialmente los ilegalismos y no, en modo alguno, para suprimirlos todos.
Se supone que el ciudadano ha aceptado junto con las leyes de la sociedad aquella misma que puede castigarlo. El criminal aparece, entonces, como un ser jurídicamente paradójico: ha roto el pacto social, pero participa en el castigo que se ejerce sobre él. Se produce una lucha desigual: de un solo lado, todas las fuerzas, todo el poder, los derechos de todos. El infractor se convierte en el enemigo común: un traidor a la sociedad. La conservación del Estado es incompatible, entonces, con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace perecer al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo.
El derecho de castigar ha sido trasladado de la venganza del soberano a la defensa de la sociedad. El principio de la moderación de las penas surge como un grito del cuerpo que se rebela ante la vista o ante la imaginación de un exceso de crueldades. El cuerpo a respetar no es el del criminal que hay que castigar, sino los de los hombres que, habiendo suscrito al acto, tienen el derecho de ejercer contra él el poder de unirse.
El castigo es útil en la medida en que pudiera reparar el “mal hecho a la sociedad”. Para ser útil, entonces, el castigo debe tener como objetivo las consecuencias del delito, entendidas como la serie de desórdenes que es capaz de iniciar. Esta influencia de un delito no se halla forzosamente en proporción directa de su atrocidad, por lo que no conviene buscar en el castigo una equivalencia de horror. Castigar será, por lo tanto, un arte de los efectos, y un crimen sin dinastía
...