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PROYECTO “FORTALECIMIENTO PARA LA COMPRESIÓN LECTORA Y EXPRESIÓN ESCRITA A LOS MAESTROS DE LA ESCUELA PRIMARIA

Enviado por   •  11 de Mayo de 2018  •  14.298 Palabras (58 Páginas)  •  493 Visitas

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Trabajos realizados------------------------------------------ 50%

Participación --------------------------------------- 10%

Planeación------------------------------------------- 30%

TOTAL-------------------------------------------------------- 100%

BIBLIOGRAFIA

Anexo.

- Antología de textos de apoyo -

Sólo hay mundo donde hay lenguaje.

Martin Heidegger (filósofo alemán)

Los límites de mi lenguaje son los límites de mi conocimiento.

Ludwig Wittgenstein (filósofo alemán)

Cinco mil años de palabras (Prólogo)

¿Cómo salimos del silencio? ¿Cuándo empezamos a hablar? ¿Por qué creamos un vocabulario? ¿Por qué pronunciamos palabras?

Estas cuestiones permanecen en la vida personal y colectiva [...] Usamos palabras para amar, pedir, injuriar, exaltar, saludar. Gastamos las palabras en el roce diario del trabajo, el movimiento, el trato con amigos y extraños; el cariño con la pareja e hijos, la blasfemia contra enemigos, la adulación de los poderosos, la información, la noticia, la conclusión… Las palabras son la moneda de cobre de la vida diaria. Pero pueden ser el conducto que salva a las propias palabras de su condición consuetudinaria y las convierte en oro de la poesía y el pensamiento.

Carlos Fuentes (escritor mexicano)

Londres, julio de 2004 (Prólogo a Cinco mil años de palabras)

El orden alfabético

En casa había una enciclopedia de la que mi padre hablaba como de un país remoto, por cu¬yas páginas te podías perder igual que por entre las calles de una ciudad desconocida. Tenía más de cien tomos que ocupaban una pared entera del salón. Era imposible no verla, ni tocarla. Yo mismo, por aburrimiento, abría a veces uno de aquellos libros desmesurados, de tapas negras, y leía lo primero que me salía al paso con la esperanza de encontrar un callejón oscuro, pero sólo veía palabras peque¬ñas que desfilaban por la página con la monotonía de una hilera de hormigas infinita. Mi padre estaba obsesionado con la enciclopedia y con el inglés. Cuando decía que iba a estudiar inglés, era que en casa estaba a punto de suceder una catástrofe que no tenía nada que ver con los idiomas.

En aquella época yo tenía un talismán que me ayudaba a conseguir cosas; se trataba de un za¬pato minúsculo, de piel, que pertenecía a un her¬mano mío que no llegó a nacer: un aborto. Cuando el embarazo se malogró, mis padres se deshicieron de las ropas que habían comprado anticipadamente para él, pero yo conseguí rescatar aquel zapato que tenía el tamaño de un dedal. Un día papá me lo quitó muy irritado y lo arrojó a la basura.

-Ya no tienes edad -dijo- de creer en talismanes.

-¿Y por qué tú sí puedes creer en el inglés? No me respondió, pero cambió de expresión, como si le hubiese descubierto un secreto indeseable. A mí, como venganza, me dejaron de interesar por completo los volúmenes oscuros de la enciclopedia, y entonces él aseguró que el día me¬nos pensado, si persistía en no leer, los libros sal¬drían volando de casa, como pájaros, y nos que¬daríamos todos sin palabras. Algunas noches, al meterme en la cama, intentaba imaginar un mun¬do sin palabras; suponía que habíamos comenzado a perderlas por orden alfabético y que de la A sólo nos quedaban de asesino en adelante, así que no teníamos aire ni abejas ni abogados ni abreviaturas ni aceros ni acicates ni ancianos. Los acicates me daban lo mismo, porque no sabía lo que eran; lo malo es que también habíamos perdido el alum¬brado, las algas y los Alpes, además de Argentina y América. Una catástrofe natural, en fin, cuyo res¬ponsable era yo.

Si me dormía con estas imágenes, desper¬taba al poco huyendo de la pesadilla de haberme quedado mudo, que en el sueño constituía la for¬ma más perturbadora de estar ciego. Así que em¬pecé a vigilar la enciclopedia y el resto de los libros de la casa como si fueran enemigos. Y ellos, desde su opacidad, me acechaban también con algo de ren¬cor, culpándome por anticipado de aquel desastre ecológico comparable al de la desaparición de va¬riedades zoológicas. De manera que, cuando oía hablar de especies en extinción, ya no pensaba en los lagartos, ni en los búfalos, sino en las palabras. Escogía una cualquiera, escalera, por ejemplo, y co¬menzaba a darle vueltas a la posibilidad de que de¬sapareciera. Repasaba mentalmente los lugares a los que no podría subir, ni de los que podría bajar el resto de mi vida, y comenzaba a sudar y a ponerme pálido de miedo.

Mi madre, después de preguntar mil veces qué me ocurría sin que yo consiguiera inventar nada razonable, acabó llevándome a un médico que me examinó de arriba abajo sin encontrar jus¬tificación a aquellos repentinos estados de malestar, por lo que me recetó unas vitaminas, ignorando que esa palabra, vitamina, tenía los días contados y que era ya más difícil de encontrar que la hormiga roja del Pirineo.

Volvimos a casa en autobús, sentados el uno frente al otro. Mamá no dejaba de observar¬me con desconfianza, como si supiera que oculta¬ba un secreto que me hacía daño. Entonces imagi¬né que desaparecía la palabra madre y comencé a transpirar mientras me demudaba sin remedio. Ella se alarmó un poco y sugirió que bajáramos del au¬tobús para regresar a casa andando, pero no era po¬sible bajar de ningún sitio porque habíamos per¬dido la palabra escalera y todas las de su familia, de manera que el autobús se había quedado sin esca¬lón de bajada. En otras circunstancias, habríamos podido saltar, pero comprobé que también salto se había extinguido; tendríamos que pasar el resto de nuestras vidas dentro de aquel sucio vehículo, ro¬deados de personas que no conocíamos. La visita al médico no había mejorado las cosas.

Mi padre, entre tanto, continuaba utilizan¬do la enciclopedia como un medio de transpor¬te con el que llegaba a lugares que nosotros no podíamos ni imaginar, y en los que la gente, con frecuencia, se entendía en inglés. A veces volvía de aquellos curiosos viajes con barba de tres días y ex¬presión de cansancio,

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