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40. Transformaciones agrarias y proceso de industrialización.

Enviado por   •  28 de Abril de 2018  •  6.975 Palabras (28 Páginas)  •  376 Visitas

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El estancamiento agrario explica, al menos en parte, el retraso de la modernización económica del país. A su vez este estancamiento puede atribuirse a factores naturales y geográficos, por un lado (lo que Jovellanos llamaría “estorbos físicos”): ocupar el segundo puesto en Europa por altitud y por sequedad de clima hace de España un país con muy malas condiciones para el cultivo de cereales, y a factores sociales y culturales, por otro (“estorbos morales y políticos”); baste aquí señalar la desigual distribución de la tierra en España desde tiempo inmemorial, pero en particular como consecuencia de la colonización que tuvo lugar con la Reconquista, de la cual emergió un pequeño número de familias aristocráticas y entidades eclesiásticas como propietarios de grandes latifundios en la mitad sur de la Península. La consecuencia de esta distribución de la propiedad agraria fue la extrema pobreza de la mayor parte de los campesinos y la extrema riqueza y gran poder de los aristócratas latifundistas. No debe olvidarse, sin embargo, que aunque quizá el caso español fuera extremo en Europa, en casi todos los demás países del continente presentaba la propiedad de la tierra en la edad preindustrial características parecidas y que, de un modo u otro, en casi todos ellos tuvo lugar una reforma de la propiedad de la tierra que permitió la introducción de mejoras técnicas y la expansión de la producción (la “disolución de los monasterios” en la Inglaterra del siglo XVI, o la reforma agraria de la Revolución Francesa, por poner dos ejemplos bien conocidos). En España también tuvo lugar esta reforma, a la que se dio el nombre de Desamortización.

En el Antiguo Régimen, diversas normas, leyes y prácticas cotidianas condicionaban y limitaban la producción agrícola y la propiedad de la tierra. Para la burguesía liberal, la única manera de conseguir un mayor desarrollo agrícola, que contribuyera al aumento de la riqueza y la prosperidad general, era afianzar y asegurar la propiedad individual y abolir los estorbos legales y las prácticas que impedían la actuación libre de los propietarios. Para lograrlo era necesario modificar el régimen de propiedad y la fiscalidad que recaía sobre ella, así como suprimir las servidumbres colectivas a las que estaba sometida la producción agrícola. En este sentido, los gobiernos liberales pusieron en práctica un conjunto de medidas que constituyen lo que se denomina reforma agraria liberal: abolición del régimen señorial, desamortización de las tierras eclesiásticas y comunales, desvinculación de los mayorazgos, supresión de las servidumbres colectivas y del diezmo eclesiástico, autorización de la libertad de cultivos, de cercamiento de los campos, de contratos agrarios (tanto de arrendamientos como de salarios) y de compraventa de las tierras.

La desamortización española del siglo XIX siguió en sus grandes líneas el modelo de la Revolución Francesa, aunque ya en el siglo XVIII se habían tomado tímidas medidas desamortizadoras y se había debatido ampliamente la conveniencia de desamortizar desde el reinado de Carlos III. En esencia. Esta “reforma agraria liberal” consistió en la incautación por el Estado (sin compensación) de bienes raíces pertenecientes en su gran mayoría a la Iglesia y a los municipios. Estos bienes incautados (“nacionalizados” según la terminología francesa) fueron luego vendidos en pública subasta y fueron una parte importante de los ingresos del presupuesto.

Los problemas que la desamortización trató de resolver venían de antiguo. La existencia de una gran masa de bienes en poder de las manos muertas había ya aparecido a los pensadores del siglo XVIII (Olavide, Campomanes, Jovellanos, y otros) como uno de los grandes problemas sociales que contribuían al atraso de España. (Se llamaba “manos muertas”, en la terminología de la época, a los propietarios de activos inalienables. El ejemplo característico lo constituyen los mayorazgos, pero la mayor parte de las propiedades eclesiásticas eran también inalienables. Al no poderse enajenar ni dividir estos bienes, su masa no podía disminuir, pero sí engrosarse.

A finales del siglo XVIII y principios del XIX, en época de Godoy, se hicieron las primeras apropiaciones de bienes de la Iglesia por el Estado español (como señala Tomás y Valiente, “por decisión unilateral” del Estado), seguidas de la venta de tales bienes y la asignación del importe obtenido a la redención de los títulos de la deuda pública.

Hubo también un proceso de desamortización durante el reinado de José Bonaparte, a expensas sobre todo de los bienes del clero y de los aristócratas que se resistieron a la dominación francesa.

A partir de la guerra de Independencia se plantea ya la desamortización como una de las grandes cuestiones políticas que van a dividir a progresistas y conservadores durante el siglo XIX. Las Cortes dieron un decreto general de desamortización (13 de Septiembre de 1813) basado en una memoria de Canga Argüelles. El decreto no se aplicó porque lo impidió el golpe de estado de Fernando VII en 1814, pero contenía ya los rasgos esenciales de las grandes medidas desamortizadoras del siglo XIX: subasta de los bienes nacionales, y admisión en pago de los títulos de la Deuda. Es decir: concepción de la desamortización como una medida fiscal, no como una reforma agraria; o, en otras palabras, como una medida destinada a restablecer el equilibrio de la Hacienda pública por medio de la restitución, mediante la venta de tierras nacionales, de las deudas públicas, en lugar de una medida redistribuidora de la propiedad tendente a favorecer a los campesinos pobres.

La desamortización de los bienes de la Iglesia se llevó a cabo en dos etapas consecutivas: los bienes del clero regular (órdenes religiosas) fueron nacionalizados y su venta ordenada en 1836, por decreto de 19 de febrero emitido por el primer ministro Juan Álvarez Mendizábal en virtud del poder que en él habían delegado las Cortes unas semanas antes. Este decreto fue precedido y seguido de varios otros que lo preparaban, complementaban, o aclaraban. Pero lo importante no es tanto la legislación cuanto la política a que ésta daba lugar. La desamortización de 1836 es pieza maestra del programa de Mendizábal para financiada guerra contra el partido carlista, entonces en su apogeo (la guerra y el partido), para sanear la Hacienda, y para crear, en palabras del propio Mendizábal, “una copiosa familia de propietarios” materialmente interesada en el triunfo de la causa liberal

En 1841, siendo regente el general Espartero, se dio una nueva norma fundamental dentro de la legislación desamortizadora: la ley de 2 de septiembre de 1841, por la que se

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