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Ruta - Análisis - Chinchero..

Enviado por   •  8 de Junio de 2018  •  2.536 Palabras (11 Páginas)  •  359 Visitas

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Un ajado cartel luminoso le da la bienvenida al acceso a urgencias del hospital estatal, mostrando su cara más lóbrega. Dos ambulancias descansan inquietas con los motores aún calientes. Sus conductores aprovechan para hacerse unos pitillos y charlar, más interesados en guarecerse de la lluvia que en la fútil conversación. Grupos de familiares o amigos de algún inoportuno paciente también se congregan en corros junto a la puerta de entrada; risas nerviosas y caras descompuestas huyen del interior de la sala. Phil sabe que nada bueno le aguarda allí dentro, pero lo prefiere antes que volver a enfrentarse a aquella desconocida soledad.

Capítulo 2.

Hospital Estatal, Austin

La sala de descanso para el personal de urgencias es pequeña y cochambrosa, su exiguo mobiliario consiste en una mesita rodeada por cuatro sillas y un sofá destartalado. Arrinconadas contra la pared, reposan dos anticuadas máquinas expendedoras que sirven café y snacks las veinticuatro horas del día. Sobre una de ellas languidece una olvidada televisión que ya nadie enciende; últimamente no disponen de tiempo para ella. Un pequeño aseo privado se esconde tras una puerta de papel, todo un lujo dadas las condiciones de los servicios públicos del hospital.

La doctora Allenda, médico al mando de urgencias, toma un café forzando un breve descanso que no puede permitirse. El deteriorado grifo de cocina, con su constante goteo, marca al son de un compás fúnebre cada uno de los segundos que permanece allí, recordándole que debe volver al trabajo. Le aguarda una noche larga. La sala de espera se encuentra abarrotada de gente y Steve, uno de sus mejores doctores, no se ha presentado a su puesto de trabajo. Allenda sólo lleva unas semanas a cargo de la unidad y, a veces, duda de su capacidad para coordinarla con éxito.

Alguien abre la puerta sin molestarse en llamar.

—¿Dónde está el doctor Morrison? ¡Ha entrado un parto urgente!

Allenda reconoce la agobiada voz de la enfermera, pero es incapaz de recordar su nombre. Apura el café de un trago y se incorpora.

—Yo la atenderé. Dile a Peter que me sustituya.

—¿El traumatólogo?

Allenda abandona la sala sin molestarse en responder y la enfermera sigue sus pasos. Las cortinas echadas de los seis boxes donde se trata a los pacientes evidencian que permanecen ocupados. Dos de los cuatros médicos que dirigen el equipo intentan atenderlos con esfuerzo. Allenda cruza unas palabras con ellos antes de dirigirse a la enfermera que, convertida en su sombra, aguarda impaciente.

—Habilite la sala auxiliar y disponga todo lo necesario. Después solicite de mi parte más personal para esta noche.

—¿Qué especialidad?

—Cualquiera que esté de guardia nos servirá —responde con determinación.

La enfermera la mira sorprendida antes de desaparecer.

—Maldita crisis… —masculla Allenda, mientras prepara la intervención.

El interior del hospital le recibe con su olor característico, ese olor que todo el mundo identifica de inmediato y que nadie es capaz de definir, salvo con la manida expresión: «olor a hospital». Para Phil huele a una mezcla de medicamentos, alcohol y desinfectante. También a sufrimiento, enfermedad y muerte. Y, aunque ha de reconocer que un hálito de esperanza se abre hueco entre todos aquellos aromas, no le gusta ese olor. A nadie le gusta.

Permanece indeciso unos segundos en el umbral de la puerta de la sala de espera. Sillas de plástico, similares a las de los viejos autobuses, bordean el perímetro de la estancia con sus respaldos apoyados contra unas paredes amarillentas que otrora debieron de ser verdes. Todas están ocupadas, y a nadie parece importarle lo más mínimo su presencia allí.

Accede a la pequeña recepción de urgencias en la que una mujer de color, visiblemente hastiada y con unos cuantos kilos de más, teclea ausente frente a un viejo ordenador. El monitor CRT le llama la atención; hacía décadas que se dejaron de fabricar esas enormes pantallas de tubo, una auténtica reliquia. No le hubiera sorprendido más verla teclear en una de aquellas legendarias máquinas de escribir, pues desde que ha entrado al hospital tiene la sensación de haber retrocedido varios años en el tiempo, acostumbrado al confort tecnológico que rige en el edificio donde trabaja… donde trabajaba.

Aguarda paciente su turno. Sólo hay un par de personas delante de la gruesa recepcionista, que se lo toma con calma. Cuando llega el momento, sólo necesita una mirada fugaz para hacer el triaje; la expresión de sus facciones refleja un disgusto mal contenido, que viene a decir algo así como: «¿por qué he de perder mi valioso tiempo con este sujeto claramente sano?» Efectivamente, una vez tomados sus datos, la recepcionista lo etiqueta como «no urgente» y le insta a aguardar en la sala de espera. Su voz suena tan mecánica y carente de emociones como las locuciones de paradas del metro. Phil dispone de un caro y exclusivo seguro médico con el que sería atendido de inmediato en clínicas privadas mucho mejor acondicionadas que aquel gigantesco montón de ruinas, pero ha decidido no recurrir a él; su antigua vida quedó atrás para siempre.

Ahora encuentra un par de asientos libres en la sala. Reina un ambiente espeso en el variopinto grupo de extraños congregados en la noche por un propósito común. Sus rostros denotan malestar e impaciencia, miedo en algunos casos. Antes de tomar asiento evalúa a sus potenciales compañeros de espera: una posibilidad sería entre una anciana que acuna a un bebé entre los brazos, incapaz de contener su llanto, y un joven que se sujeta el brazo izquierdo contra el pecho con el semblante desencajado por el dolor. En su otra opción, quedaría flanqueado, a su izquierda, por un hombre de mediana edad abrigado con un abultado chaquetón y bufanda enroscada al cuello, y, a su derecha, por un anciano de pelo cano, pulcramente vestido y tocado con un sombrero, que le sostiene la mirada. No parece muy enfermo, aunque evita juzgar con sólo un vistazo; de eso ya se encarga la voluminosa recepcionista.

Nada más sentarse, escucha el estridente ulular de una de las ambulancias, que otra vez parte de caza. Recuerda a los jóvenes conductores de la entrada, apenas habrán llegado a apurar su

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