ALMUERZO EN EL RESTAURANTE GOTHAM
Enviado por Rimma • 2 de Marzo de 2018 • 14.488 Palabras (58 Páginas) • 391 Visitas
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Sentí dolor en la mano izquierda. Baje la mirada, vi que tenia el puño fuertemente cerrado y extendí los dedos. Las unas me habían hecho marcas en la palma de la mano.
-
-Si-dije-. Señor Humboldt, tengo que decirle dos cosas. c Esta preparado ?
-Por supuesto -dijo con su vocecilla ronroneante. Por un instante me vino a la cabeza una imagen estrambótica: William Humboldt cruzando el desierto en una Harley-Davidson rodeado de una banda de ángeles del infierno. En la parte de atrás de su chaqueta de cuero se leía: >
Volví a sentir dolor en la mano izquierda. Se había cerrado de nuevo por si sola, como si fuera una almeja. Esta vez cuando la abrí, dos de las cuatro marcas estaban sangrando un poco.
-En primer lugar -dije-, la caja va a permanecer cerrada hasta que un juez ordene que se abra en presencia de mi abogado y el de Diane. Mientras tanto, nadie va a desvalijarla, se lo prometo. Ni ella ni yo. -Hice una pausa-. Ni usted.
-Creo que esta actitud hostil es contraproducente -señaló-. Y si se para a pensar en las ultimas afirmaciones que ha hecho, comprenderá por que su esposa esta destrozada emocionalmente, de manera que...
-En segundo lugar-dije, haciéndole caso omiso (algo que a las personas hostiles se nos da muy bien)-, el hecho de que me llame por mi nombre de pila me parece una muestra de paternalismo e insensibilidad. Si lo vuelve a hacer por teléfono, le cuelgo. Si lo hace en mi presencia, se enterara de lo hostil que puede llegar a ser mi actitud...
-Steve... Señor Davis... No me parece que...
Colgué. Era la primera cosa que hacia que me proporcionaba alguna satisfacción desde que había encontrado la nota sobre la mesa del comedor con las tres llaves del piso encima para sujetarla.
Aquella tarde hable con un amigo de la asesoría jurídica que me recomendó a un amigo suyo que se dedicaba a casos de divorcio. Yo no quería divorciarme (estaba furioso con Diane, pero seguía queriéndola y quería que volviera conmigo), pero Humboldt no me gustaba. No me gustaba la idea de Humboldt. Me ponía nervioso tanto el como su vocecilla ronroneante. Creo que habría preferido a un fullero sin escrúpulos que me hubiese dicho: >
Esto hubiera podido comprenderlo. Humboldt, en cambio, me daba mala espina.
El especialista en divorcios se llamaba John Ring y escucho pacientemente mi desgraciada historia. Me imagino que la mayor parte le resultaría conocida.
-Si estuviera completamente seguro de que quiere divorciarse, estaría más tranquilo -dije para acabar.
-Puede estarlo, señor Davis -repuso Ring de inmediato-. Humboldt es un señuelo... y un testigo potencialmente perjudicial si este asunto acaba en los tribunales. No me cabe duda de que su esposa acudió en primer lugar a un abogado, y que cuando este se entero de que la llave de la caja fuerte había desaparecido,
le sugirió que hablara con Humboldt. Un abogado no podría hablar directamente con usted; seria poco ético. En cuanto diga que tiene la llave, Humboldt se quitara de en medio, amigo mío. Cuente con ello.
Todo esto me entro en su mayoría por un oído y me salió por el otro. No dejaba de pensar en lo primero que Ring me había dicho.
-¿Cree usted que Diane quiere el divorcio? -le pregunté.
-Si, claro contestó. Quiere el divorcio. Por supuesto que lo quiere. Y no tiene intención de poner punto final al matrimonio con las manos vacías.
Concerté una cita con Ring para sentarnos tranquilamente y seguir hablando del asunto al día siguiente. Regrese de la oficina a casa tan tarde como pude, di vueltas por el piso durante un rato, decidí ir al cine, pero no encontré nada que me apeteciera ver, encendí la televisión y como tampoco encontré nada que mereciera la pena seguí paseándome. En cierto momento me di cuenta de que estaba en el dormitorio, delante de una ventana abierta a catorce pisos del vacío y arrojando por ella todos mis cigarrillos, incluso el paquete de Viceroys que encontré en el fondo de mi escritorio de persiana, un paquete que probablemente llevaría ahí diez años o más, esto es, desde antes de que supiese que existía en el mundo una criatura llamada Diane Coslaw.
Aunque llevaba dos décadas fumando entre veinte y cuarenta cigarrillos al día, no recuerdo haber tomado repentinamente la decisión de dejarlo ni haber oído en mi interior ninguna voz sermoneante. Ni siquiera recuerdo haber pensado que el momento idóneo para dejar de fumar quizá no es dos días después de que tu esposa te ha abandonado. Sencillamente arroje por la ventana el cartón entero, el cartón a medio empezar y
los dos o tres paquetes medio vacíos que encontré por ahí, y vi como desaparecían en la oscuridad. Luego cerré la ventana (en ningún momento pense que tal vez hubiera sido más útil arrojar al consumidor en lugar del producto; la situación nunca llego a tales extremos), me tumbé en la cama y cerré los ojos.
Los diez días siguientes (durante los cuales sufrí los peores momentos del síndrome de abstinencia física) fueron difíciles y a menudo desagradables, pero quizá no tan malos como había esperado. Y aunque estuve en un tris de fumar docenas, mejor dicho, centenares de veces, me contuve. Hubo momentos en que pense que iba a volverme loco si no encendía un cigarrillo y cuando en la calle me cruzaba con alguien que iba fumando, me entraban ganas de gritarle: > Pero no lo hice.
Los peores momentos fueron a altas horas de la noche. Creo (aunque no estoy seguro, ya que conservo un recuerdo muy borroso de todos los razonamientos que hice en torno a la época en que me dejo Diane) que tenia la impresión de que iba a dormir mejor si no fumaba, pero no fue así. Había noches en que estaba despierto hasta las tres de la madrugada con las manos entrelazadas bajo la almohada, la mirada clavada en el techo y la atención puesta en las sirenas y el rumor de los camiones que se dirigían al centro. En aquellas ocasiones pensaba en la tienda coreana que abría las veinticuatro horas del día y quedaba prácticamente enfrente de mi casa. Pensaba en la luz fluorescente blanca que tenían dentro, la cual era tan brillante que parecía casi una experiencia de aproximación a la muerte de KublerRoss y se derramaba sobre la acera por entre las cajas que, una hora después, los dos jóvenes coreanos con los gorros de papel blanco empezarían a llenar de fruta.
Pensaba
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