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Derecho laboral. “el jurado hechizado”

Enviado por   •  21 de Marzo de 2018  •  2.796 Palabras (12 Páginas)  •  589 Visitas

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Luis de la Barreda simpatiza con su profesora y con su versión de los hechos. Los dos buscan explicar el motivo que la impulsó a tomar el arma que estaba en la misma mesa que los diarios y dispararle al general, luego de haber pensado en suicidarse. El autor del libro niega que haya actuado por miedo al ridículo, venganza o deseo de destruir a Moisés Vidal: “si hubiera querido castigarlo lo habría hecho enloquecer con su desprecio, más doloroso y prolongado que la muerte”. La protagonista, años después, lo atribuyó a una pérdida momentánea de la razón. Un acto irracional, pero que reivindicó con la razón: “Prefiero cultivar con todo el sublime amor el recuerdo de Moisés ya muerto, que haberle odiado en vida por destrozarme lo más caro de todo ser humano, el corazón”.

Otra fue la versión que presentó el fiscal de María Teresa Landa. En la tercera sección Luis de la Barreda describe el proceso, celebrado a fines de 1929 y presenciado, leído o escuchado por miles de capitalinos. Y uno de los últimos juicios en que intervino el jurado popular —sin duda el último juicio célebre—, pues el código penal expedido en ese año lo había suprimido.

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En esa época, en los juicios por jurado participaban un juez profesional (que dirigía los debates, pues otro juez se había encargado de la etapa de instrucción) y nueve ciudadanos sin formación jurídica, que apreciaban las pruebas que indicaban la culpabilidad o inocencia del procesado.

El jurado popular fue una institución muy debatida. Sus defensores consideraban que los jurados no necesitaban conocer derecho para opinar sobre los hechos, no eran susceptibles a la corrupción y las influencias, conocían la realidad de la que provenían los criminales, y representaban el sentir y la conciencia de la comunidad.

Sus detractores afirmaban que no atendían exclusivamente a las pruebas presentadas en el proceso, pues se dejaban influir por simpatías, prejuicios, ideas o valores y, sobre todo, por la habilidad de los abogados, con lo que impedían que la pena correspondiera al hecho probado.

En su lugar se crearon las Cortes Penales, integradas por tres jueces con formación en derecho y experiencia previa, pues se creyó que estarían más capacitados para emitir sentencias apegadas a pruebas y leyes.

El proceso de María Teresa Landa , y los de otras “auto viudas” que en la misma época fueron absueltas, no son representativos de la enorme mayoría de los juicios por jurado, pero permiten observar el peso que los abogados y otros factores tenían en los veredictos. Sus alegatos, sintetizados por Luis de la Barreda, resultan sumamente interesantes. Como solía suceder, primero presentaban su visión de la homicida y de la víctima, y después su versión del crimen.

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El acusador, Luis Corona, presentó a María Teresa Landa como una mujer inmoral, sostuvo que el hecho mismo de haber desfilado en traje de baño en un concurso público lo demostraba, aunque también habló de otras faltas, y afirmó que no se había enterado del matrimonio previo de su marido al momento de cometer el homicidio sino la noche anterior, disparándole al general cuando estaba dormido en la sala.

Consideró que su condena podía ayudar a que el resto de las capitalinas se apegaran al código de conducta tradicional, y advirtió: “Está por decidirse no la suerte de una mujer, sino la moral de todas las mujeres”. Su abogado defensor fue José María Lozano, destacado jurista y funcionario en las épocas porfiriana y huertista. La caracterizó como una mujer moderna y, sobre todo, como una mujer enamorada, quien al enterarse que su matrimonio había sido una farsa reaccionó como tenía que hacerlo: matando para preservar su honor.

Los miembros del jurado concedieron la razón a Lozano y consideraron que María Teresa Landa había actuado en defensa legítima del honor, por lo que fue absuelta. Luis de la Barreda estudia el argumento y la sentencia desde la óptica y experiencia del abogado penalista. No es la primera obra en la que analiza un caso judicial: recientemente publicó una obra sobre Florence Cassez. En estas páginas, con un tono diferente al que emplea en el resto del libro, cuestiona la utilización del argumento de defensa legítima del honor. No lo cree pertinente por dos cuestiones: considera que María Teresa no fue deshonrada sino engañada, y que solo puede hablarse de defensa legítima cuando se actúa para prevenir el daño y no cuando el bien jurídico tutelado ya sufrió lesión (el honor de la esposa, en dado caso, ya había sido mancillado).

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Si bien simpatiza con la procesada y considera que merecía la absolución, sostiene que el defensor podría haber logrado el mismo resultado recurriendo a otro argumento, que sí resulta aplicable al caso: la homicida actuó presa de una emoción violenta y en estado de trastorno mental transitorio.

Su reflexión me permite realizar otras reflexiones sobre tres puntos: el honor femenino, el diferente impacto que un argumento judicial pudo tener en dos tipos de juzgadores (legos o profesionales) y en dos formas de concebir a la justicia (a las que me referí al inicio), y la elección que hizo José María Lozano de un argumento que no era correcto jurídicamente.

En el siglo XIX se pensaba que el honor de un hombre se manchaba con la deshonra de las mujeres emparentadas con él, mientras que el honor femenino no dependía de las acciones de sus familiares y se vinculaba esencialmente con la honra. Efectivamente, desde la lógica actual y en la de la época, María Teresa Landa no se habría visto deshonrada al ser engañada. Además, se pensaba que los hombres debían defender su honor y el de sus mujeres; a ellas solo se les permitía actuar para ocultar la deshonra. A la prostituta María Villa “La Chiquita” no le valió argumentar que al matar a su rival de amores había defendido su honor, pues además de considerársele como una mujer carente de honor se negaba a las mujeres actuar en nombre del honor. Sin embargo, en la década de 1920 se registra un cambio en las decisiones de los juzgadores, que puede reflejar una variación en la concepción de la mujer. Los miembros del jurado aceptaron la posibilidad de que las mujeres actuaran en defensa de su honor (en el caso de Sara del Toro en 1923) o de sus derechos, como el vivir libres y amadas (en el caso de Nydia Camargo en 1925).

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Estos antecedentes pudieron hacer suponer a Lozano que su argumento sería bien recibido. Bien recibido en un momento en que los veredictos “surgían

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